miércoles, 7 de mayo de 2008

EL HABITANTE INCIERTO

No son pocas las veces que la literatura ha explorado con mayor o menor acierto la experiencia límite de la ausencia. Una de las más originales es sin duda la de Nathaniel Hawthorne. En su cuento breve, contaba la singular historia de un marido que hastiado por lo vacío de su vida, decidió simular una huida, una ausencia eterna de su casa, con la única intención de comprobar cómo sería la vida sin él, contemplándola desde una casa contigua que había alquilado y que con celo guardaba su inquietante secreto. Ver nuestra propia muerte, el mundo sin nosotros; ser el espectador de aquello en dónde ya no opera nuestra conciencia, quizá el viaje más espectacular que se podría hacer, sin duda una genialidad literaria.
La realidad ha establecido otros itinerarios donde encontrar esa incertidumbre: quizá el rastreo por la categoría de ciudadano no sea más que un claro ejemplo de ello. La indiferencia pública, la cesión del compromiso con el ágora, el establecimiento de una élite política que linda casi con la abstracción y que hoy se erige como el mayor de los peligros para la democracia, responden con rotundidad a esta extraña búsqueda de aquellos que eluden la presencia y se ocultan tras la carne para ser los espectadores sombríos del espectáculo del mundo. La ficción se vuelve amenaza cuando la indiferencia y la pasividad se tornan en los parámetros que rigen el devenir por la vida de muchos. Todas las ideas traen consigo un peligroso germen. El individualismo se asocia al hedonismo y transforma el horizonte del individuo en una especie de carrera de obstáculos por tener y tener más, la conciencia capitalista torna la opresión en certeza y voluntad casi genética e impide que el hombre se rebele, que la voz irrumpa ante la injusticia anulando para siempre y dejando estéril la capacidad para el cambio, el fluir público que debería compartir el oxígeno en la sangre. El mundo se ha tornado un extraño teatro al que algunos solo creen poder acceder como meros espectadores. Son aquellos que creen que la libertad consiste en poder huir, en dar un paso más allá del nudo presente; que el destino siempre está en las manos y la decisión de otro.
Siempre me ha llamado la atención que todos aquellos discursos que en la historia se han visto legitimados como protectores profesos de la paz hayan sido discursos homogenizadores. Como si fuéramos incapaces de conciliar libertad y felicidad, como si fuese una buena opción aquella que planteaba Huxley y que mi compañero defendía en su artículo: la de un mundo acabado desde el principio, erigido sobre la estructura orgánica de algo que subsiste a costa de sus partes. Releo las utopías, las tesis de aquellos que buscaban una eclesia capaz de conectar a cada hombre del mundo con la simplicidad de cristo. Observo perplejo el gusto por las tradiciones más inverosímiles, por lo comunitario del Rocío, de la Semana Santa, por todo aquello que huela a trascendente y que nos otorgue el más que dudoso don de la criatura. Presiento que el hombre se siente a gusto en el papel de la víctima, en el papel del deudor, en el papel del súbdito. La ausencia del dolor no debe comportar la felicidad de manera mecánica ni geométrica. No debería ser la elección entre libertad o felicidad. Y más cuando los datos nos dan algo de luz y esperanza. Desde que la India disfruta de democracia y del ejercicio de una prensa libre no ha habido ninguna hambruna, merced al control al que se ven sometidas las instituciones. Quizá la causa de los desastres y de las miserias no radique en el ejercicio de la libertad, sino precisamente en su silencio, en la ausencia fáctica de una mínima posibilidad de actuar; la ignorancia, de aquellos que padecieron en Calcuta la hambruna del 44, de la capacidad real que tenían para evitarla no remedió ni un ápice el dolor y la muerte que una vez aparecen se vuelven inevitables en cualquier dictadura organicista que se precie por mucha felicidad interna que venda o promueva.
Decía una anciana estadounidense ante la diatriba de legalizar la emisión del film porno “Garganta profunda”, que odiaba el porno, pero que quería poder elegir entre verlo o no. Nadie debería decidir por nosotros, no deberíamos convertirnos en personajes de Hawthorne, en habitantes inciertos de un mundo complejo a la espera de una voluntad crítica y creadora. Quizá porque los que anhelan un “mundo feliz” como el de Huxley esperan despiertos y con el rifle cargado al despojo desesperado de nuestra libertad. “Arido pabulo” decía Virgilio: nadie dijo que esto iba a ser tan fácil.

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