viernes, 30 de enero de 2009

EL COLOSO

Imagino a Juliá perpetrando su Coloso. Asediando el lienzo con la torpeza débil del principiante. Deduzco su disconformidad con cada trazo, su desengaño, una vez acabada la obra. Adivino la inquisición inflingida sobre sí mismo y veo al artista apesadumbrado y resuelto a una nueva angustia, a una nueva destrucción, a un nuevo nacimiento. Allí, en el rincón del tiempo lo siento padecer la terrible certeza de su contingencia, su incapacidad ante la pregunta sin respuesta en la que se acaba convirtiendo cualquier vida; su final, anónimo, como el de todos, huérfano de historia y de sentido.
Mi profesora de arte desconocía los avatares de Juliá. Ignoraba la pasión febril que dirigía su pincel y aún menos el terrible dolor que lo perseguía en cada obra. En sus clases, la explicación estética del Coloso seguía el cálculo matemático establecido: una pieza magistral de Goya, donde el trazo agresivo que apenas deja adivinar al pueblo que huye, vuelve color la ansiedad y el pánico. Algo así como una obra maestra adelantada a su tiempo, una especie de visión chamánica invisible al ignorante.
Manuela Mena, jefa de Conservación del Museo del Prado, se ha encargado de desdecir la historia. Tras laboriosos estudios pictóricos ha llegado a la conclusión de que la pobreza técnica y las pinceladas sin fluidez y seguridad del Coloso, demuestran que el cuadro no pertenece a Goya. Pobre Juliá: su ausencia hizo su obra inmortal; su inmortalidad la volvió secundaria para siempre. Su trazo lo convirtió en impostor de sí mismo y al resto de los mortales en víctimas de un curioso engaño. Porque a todos beneficiaba saberlo Goya, al menos para dormir tranquilos después de haberlo admirado tanto. Porque la historia, una vez se aprende, no se pone nuca en entredicho. A ninguno de estos pelotudos se le ocurriría desmontar la farsa; reconocer la inocencia de los pibes; otorgarles a Juliá y a Goya el desconocimiento de su extraño crimen; el torpe manejo de sus vidas, la confusión absoluta de sus desamparados destinos y sus malogrados pinceles. Nadie te va a decir que es mera conjetura. Esperará a que el polvo lo constituya parte de este extraño y cómico universo para sacar su nariz de payaso y decirte que todo fue una broma, que picaste como boludo que sos. Porque no hacés más que eso; perpetrar una y otra vez una nueva máscara que te refleje en el espejo; aprender una y otra vez la regla que te vuelve parte de la historia y te enseña cómo olvidar que todo es mentira, que todo siempre podría empezar de nuevo, podría reconstruirse de nuevo. Maldito Juliá, maldicen; maldito Juliá. Sí, eso mismo será. Quizá sea lo mejor creer que las cosas son como son y ya está. El harapo nunca le gusto a nadie. Quizá la historia haya sido siempre eso, un ejercicio grotesco por esconder el harapo. Como Homero volviendo heroica la masacre fabulando a Aquiles. La gente se contenta con suponer Historia todo lo asumible y terrible error lo que se escapa. Pero la ficción siempre aparece para reclamar su lugar de fundamento. Las encantadoras ficciones que cada cierto tiempo se quitan la máscara y sacuden todo lo que somos. Como el fantasma de Juliá vuelto aparición, bien para desmitificar su Coloso, bien para demostrar la incompetencia de los que ahora recelan de su calidad artística, bien para denunciar la contingencia del eterno Goya. O como el descalabro económico mundial, que quizá surgió para denunciar la injusticia del sistema capitalista, o para demostrar la inevitable indecencia humana, o para dejar clara la naturaleza ficticia del bienestar y la certeza última del páramo violento en el que constantemente huimos haciendo nuestras vidas