miércoles, 8 de abril de 2009

BOSTON 1763/2009

Un buen día el Barón cayó en un agujero. Sin pensárselo dos veces se agarró por la espalda, y de un fuerte tirón se sacó… así funciona la Historia y su compleja maquinaria. El pasado se transforma en un “futuro” abierto e incierto que pone su mutación al servicio del diseño más elegante, de la más digerible o la más creativa de las interpretaciones. Un boceto eterno.
La tradición que supuestamente nos sustenta es modificable y con ella el presente mismo, infinito y maleable. El espíritu codifica una senda en el tiempo y la legitima. Pocock vuelve republicana la historia y la herencia del pensamiento atlántico; les da un padre y una madre, genera con su revisión de los acontecimientos y las ideas una nueva forma, una “Historia” que explica el presente y lo transforma al igual que al pasado mismo tensado siempre por lo por venir.

Es el fabuloso milagro, el don divino que nos ha sido legado, el de transformarlo todo y manipular incluso lo que ha ocurrido y parece clausurado para siempre. Ocurrirá de nuevo. Paine volverá a escribir sus panfletos con una intención, esta vez, diferente…las acciones no se agotan cuando se terminan; más bien comienzan ahí, en ese mágico conjuro que las vuelve infinitas… el hoplita de Maratón ha muerto ya de mil formas; su esencia como la nuestra no se resolverá jamás; nosotros como él tenemos por delante la extraña tarea de darnos origen y sentido permaneciendo inconclusos para toda la eternidad.

El 18 de abril de 1763, “The Boston Gazzete and Country Journal” publicó una carta firmada bajo las iniciales T. Q. Abría entonces, sin saberlo, un eterno dialogo sobre la revolución y su antídoto. La carta a la que me refiero disputaba sobre la viabilidad o no de la elección como miembro del Consejo o de la cámara alta del lieutenant governor según permitía la carta constitucional de Massachussets. Los argumentos que esgrimía Q. partían de una interpretación racionalista de las doctrinas de Montesquieu y su Espíritu de las Leyes. En ella la libertad se definía como la tranquilidad del espíritu que surgía de la opinión de cada hombre acerca de su propia seguridad, y que, según Q., únicamente se sustentaba bajo una división de poderes radical entendida no solo como una división de la soberanía sino como la imposibilidad total para una misma persona de ocupar varias funciones en los distintos poderes. La base de semejante interpretación descansaba en la presunción de un pesimismo antropológico y una idea negativa del poder entendido como fuente original de cualquier corrupción en las páginas de Montesquieu. Partiendo de esta lectura, Q. veía, merced a su abstracción, un peligro irremediable parta la libertad en la posibilidad de que una misma persona, muy a pesar de su bondad e integridad, ocupase puestos de relevancia tanto ejecutiva como legislativa. Sin embargo sus palabras hacían algo más; ponían en juego la posibilidad legítima para el individuo de delimitar aquello que amenazaba su libertad allende la historia o la costumbre; dotaba a la conciencia individual de la potestad última para decidir y remediar aquello que de alguna u otra forma la amenazaba.

Sin embargo alguien no estaba decidido a asumir todas las consecuencias revolucionarias de aquella lectura y contestaba bajo la inicial J. en “The Boston Evening Post” de 23 de mayo del mismo año con una carta que rebatía las teorías de Q. bajo el espectro historicista que había sustentado la costumbre como legitimidad absoluta. En su carta J. redefinía la idea de libertad política adscribiéndola al concepto dominante y limitador de la Law, impidiendo, en un ejercicio de reformulación de Montesquieu, la interpretación de la misma en clave iusnaturalista. J. no veía peligro en la elección del governor por varios motivos. Él leía a Montesquieu contextualizando sus logros teóricos y dibujándolos dentro del espectro de la constitución inglesa; gracias a esto, la historia podía demostrar cómo en Inglaterra, la intervención de una sola persona en varios cuerpos no había lesionado jamás la libertad (una libertad limitada semánticamente por el ejercicio que la constitución inglesa le permitía), en parte porque el individuo acababa siempre disuelto en la voluntad general del cuerpo del que era miembro, que a fin de cuentas y para J., era lo único que Montesquieu quería separar; y en parte porque el que una minoría fluctuara entre ellos no suponía un problema, ya que la historia lo corroboraba. Q. y su abstracción, sin embargo, cambiaban precisamente la fuente de legitimación de J., entendía los cuerpos como una composición de individuos influenciables, una especie de cuerpo atómico en el que cada pequeña partícula detentaba de forma absoluta el poder y podía de alguna u otra forma transformar el de los demás. En su respuesta de 6 de junio establecía contra la historia la incongruencia de pensar que la división de poderes podía sostenerse tan solo con la división de las distintas mayorías. Si la suma de individuos del ejecutivo en el legislativo suponía a largo plazo en el argumento de J. un problema; la sola presencia de un solo individuo ya viciaba para Q. y su razón, el propio sistema. Lo que la historia de Inglaterra veía lógico se convertía en las líneas de Q. en una aberración del principio de razón y conservación de la libertad. Como Paine haría más tarde en Common Sense, las palabras de Q. contenían la posibilidad de ver en las prerrogativas del rey no ya un control necesario y legítimo, sino una usurpación transformada en tiranía. El control de los poderes era ya racional en Q, no histórico; la labor del ejecutivo dentro del legislativo era la de rejection y nunca la de tomar parte activa en las resolutions; sus cartas suponen el germen de la conciencia revolucionaria, la posibilidad última de poner en entredicho el ejercicio tiránico del rey, el germen de la revisión, el empujón del Barón.
En Boston tres cartas conjugaban los destinos de muchos, perfilaban el nacimiento o la disolución de una nación. Qué voluntad nueva surgirá de tu diálogo lector, que Historia subyace en este espacio en el que tú y yo hablamos. Que presente construimos y cual rechazamos en estos extraños segundos.

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