lunes, 28 de abril de 2008

Exceso de un fenómeno cotidiano: la muerte en el trato del otro.

En principio lo que propongo es una defensa del hecho cotidiano, del acontecimiento casual y diario, en tanto que a veces supera y excede la planicie y monotonía del día a día en que se da. Mi posición o idea sería en cierta forma heredera de la reivindicación de la hipofenomenalidad, o de lo in-aparente, que llevan a cabo tanto Heidegger como Janicaud; la experiencia que ha causado que yo titule así el ensayo es una experiencia de baja intensidad fenomenológica - baja intensidad respecto a fenómenos saturados de alta intensidad como el 11-S - aunque tiene un gran matiz que la diferencia de dichos fenómenos de baja intensidad como la rosa de Angelus Silesius-Heidegger o el sol que recorre la pared en el poema “Fe de Vida” de Jorge Guillén, y es que es una experiencia respecto a Otro, respecto a un semejante, lo que añade una mayor riqueza y complejidad a dicho fenómeno.
La experiencia es la siguiente; un día, del cual ni recuerdo su fecha, aunque se que era final de primavera y el sol apretaba ya a las dos de la tarde, caminaba hacia mi piso por una de las avenidas principales de Sevilla ensimismado pensando en las cotidianeidades; cuando uno camina por la ciudad no suele mirar los rostros de la gente que camina pues todo el mudo esta serio, casi nadie sonríe en la ciudad cuando camina solo por las calles lo que aumenta el carácter hostil y frío de la ciudad, ¡por lo menos yo así lo creo!. En mi ensimismamiento una de las personas que caminan, a las que no suelo mirar, me llamó la atención de una forma un tanto extraña; captó mi atención su sola presencia, sin que yo pudiese ver si era alto, moreno, hombre o mujer, etc. Pasó por mi lado como suelen pasar cientos cada día sin generar en mí ningún tipo especial de atención o sentimiento cercano, sin embargo éste del cual no conocía su aspecto y del que sólo me apercibí de su presencia junto a mi por su sombra a medida que la dejaba atrás con mi andar, pues venía de frente, generó en mí una sensación desconocida anteriormente por mí. Todavía hoy me resulta inexplicable lo que aquella persona desconocida generó en mí pese a ni siquiera conocer su aspecto y en un breve pero intenso segundo. Dicha sensación caló hondo en mí, me sobrecogió de tal manera que una vez que llenó mi ser me obligó a mirar hacia atrás para ver quién era ése desconocido; giré mi cuerpo con vehemencia para poder verlo, diferenciarlo ante mis ojos; se trataba de un anciano de pequeña estatura, todo vestido de negro, con una pequeña mochila de niño que caminaba muy lentamente debido a sus cortos pasos. Era un mendigo que entre el vértigo de la vida que nos hace ir corriendo de un lado a otro caminaba lentamente, muy lentamente. Me giré, tuve la necesidad de ver su rostro e incluso ansias de hablarle como no había tenido antes con ningún otro hombre; su cara estaba marcada por las arrugas del tiempo y su cabeza cabizbaja con la mirada perdida en el suelo. Del sentimiento de plenitud que generó su presencia pasé al de angustia que me generó su situación individual, su des-validez ante el mundo, e incluso me entraron ganas de llorar. Él ni se apercibió de mi presencia pese a estar enfrente aunque en el fondo espero que sintiera que alguién se dio cuenta que existía y que tenía presencia en éste mundo. Todavía hoy sigo dándole vueltas a las palabras para poder explicar que fue lo que se generó en mí aquel día y que desde entonces no se ha vuelto a repetir con nadie. Ése hombre no pedía ser visto, yo ni siquiera lo ví, pero algo me apercibió de su presencia y me hizo mirarlo; quiero diferenciar, como dije anteriormente, éste fenómeno de la rosa en la medida que en el Otro está implicado su ser-relativo-a-la-muerte, lo que implica un posicionamiento diferente respecto a él. Sólo he tratado de reivindicar como un hecho cotidiano puede exceder nuestras expectativas de la misma forma que uno de gran intensidad; es una experiencia parecida a la de Genet[1] en el tren con el hombre bigotudo, que le hizo sentir que cualquier hombre vale por otro y le produjo una desintegración de la individualidad, una náusea; a mí sin embargo el anciano me produjo una conciencia de responsabilidad, de hacerme-cargo que todavía perdura hoy en mi.

[1] Texto 13 de Jean Genet, “Lo que ha quedado de un Rembrandt roto a pedacitos y tirado al cagadero” en El objeto invisible.

1 comentario:

mrmolina dijo...

Bueno(...¡¡¡...¿?)Las exclamaciones, interrogantes y puntos suspensivos del paréntesis, denotan cómo mi cerebro está intentando escribir lo que pienso.
Como bien sabrás querido amigo, viajo con bastante frecuencia por este mundo y he visto alguna que otra cosa, que ha despertado en mí un sentimiento que desde pequeño lo he tenido, que derivaba de un valor que me han inculcado. No es más que la compasión y el valor de las cosas. Tengo un recuerdo en mi mente y te lo voy a relatar: mi abuelo materno me cogía de la mano entrando a un mercado de abastos, de aquellos de toda la vida, donde la gente grita para comprar y todo parece tan natural y 'vivo'. Al entrar en dicho lugar, se encontraba apoyado en la pared un hombre con una sola pierna. El palo que sujetaba con su mano derecho, hacía de su segunda estremidad. Mi abuelo, me dio una moneda y me dijo que me acercara a dársela a aquel hombre. A mí me sorprendió porque no entendía por qué. Le dí la moneda a aquel pobre cojo y me fui de nuevo con mi abuelo.
Este recuerdo me sobrecoje cada vez que paso por al lado de algún pobre indigente, cuya vida pasa entre las pocas miradas de aquellos pocos que los observan.
Al igual que te ocurrió con este 'viejecillo', me ocurrió lo mismo con un hombre que vivía entre el 'Bocatas' y una Sucursal de un gran banco; en una gran avenida en Alicante. Aquel hombre caminaba con una cara de haber vivido otra vida y estar ahora intentando no morir de pena. Me sorprendió porque llevaba unas gafas poco habituales en este tipo de personas. Eran una lentes de visión, de aquellas que podrían llevar nuestros padres o abuelos. De ahí que me sorprendiera, me recordó a aquel momento de mi corta vida, con aquel cojo y mi querido abuelo.
La cuestión es que nos sobrecoge aquello que ataca nuestro entorno, nuestra 'zona de comodidad', pero que es tan fungible como cualquier otra cosa, sea de la magnitud que sea.
Acabo con lo siguiente: por qué la cotidianidad no nos alarma, no nos despierta, no nos informa de lo que nos rodea,...

moli.