domingo, 27 de abril de 2008

LA VOZ Y LA HERIDA


“El eco de los cascos de la carga de Junín, que de algún eterno modo no ha cesado y es parte de la trama”; la erizada piel del hoplita de Maratón y la sensación deforme de ser la historia y la anécdota. Las palabras vuelven infinitas las cosas, o quizá lo infinito del lenguaje no sea sino la manera torpe de resolver el enigma del tiempo y su caprichoso ejercicio. Maratón se ha vuelto para mí una de las muchas descripciones de Herodoto, la furia de los atenienses émula metáfora de aquellos héroes ilíacos. El poema canta las hazañas y la totalidad y advierte: el pasado no es infinito o sí. Veo las fotos de algunos de los que murieron en la sofocada tarde californiana, el polvo de su casaca, y advierto, un poco más tarde, las palabras que eliminarán para siempre el frío de sus rostros y los convertirán en inrastreables Diomedeos, en huidizos Paris.
Es curioso que sean las palabras las que se encarguen de determinar qué grado de eternidad y de indeterminación merecemos. La navaja filosa y el puño pendenciero de Monk Eastmann sobreviven al trabajo del olvido en los fatigados versos de Borges. Desprovisto de todo aquello que lo hace trágico presiento que aquellos que hoy padecen en Abu Ghraib las iniquidades de los que exploran los límites de lo humano, perdurará en los versos alegóricos de algún poeta persa de dentro de cuatro siglos. El polvo y la palabra serán el silencio de la catástrofe. La belleza de los actos de Aquiles, el poderoso escudo contra la fatalidad y la miseria de aquellos que lo perdieron todo en Troya, de aquellos que apenas tuvieron el tiempo justo para convertirse en el blanco de la ira de un dios y en caótico polvo. Mi voz no cerrará ninguna herida, no la convertirá en bermeja oscuridad. En Irak como en Maratón, como en Junín, la gente que muere es de verdad. Su rostro es incómodo como la muerte. Mi palabra su espejo

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