viernes, 22 de febrero de 2013

La distopía de mercado


"Las tradiciones de las generaciones muertas pesan como pesadillas en el cerebro de las vivas"

Karl Marx

     Una simple idea y la avaricia sin límite son las causas del estado actual de la humanidad. La pulsión individualista sustenta a la utopía de mercado, que supuestamente regula las relaciones de forma justa, y es fuente de riqueza y bienestar para todos. Si a ello le unimos el nacionalismo cerril, la ceguera respecto al desequilibrio ambiental y la parálisis de la población, atenzada por el miedo, resulta una situación insostenible en la que el malestar y la desesperación ocupan la vida de la mayoría de la población.
     Dicho lo anterior, cada país tiene su propia historia, y el nuestro, por mucho que pasen los años, se empeña en repetirla pese al devenir de los siglos. Hemos avanzado mucho en los útimos 40 años, pero seguimos manteniendo los mismos problemas que hace 150 años: la vertebración del Estado y la cuestión catalana, el poder de la iglesia, una sociedad desigual y poco cohesionada, una clase política distante e incapaz de afrontar las grandes cuestiones, la corrupcción galopante y la tensión entre centro y periferia del Estado.
     Para mantener la utopía de mercado hay que sacrificar a los ciudadanos; se les culpabiliza de haber inflado la burbuja inmobiliaria y de vivir por encima de sus posibilidades, sin decir que los bancos son los culpables por haberlas ofrecido. Lo hicieron debido al dinero barato que desde la UE se generó para reflotar Alemania, la que ahora tiene récord de empleo, aunque mucho sea precario y en malas condiciones.
      La democracia ha sido sometida por la economía; España sufre el mandato o gobierno indirecto (indirect rule) desde mayo del año 2010. Rajoy lo ha reconocido. Se roba a la clase baja y media para reflotar a los bancos, bajo la amenaza del caos económico, a la vez que se destruye la sociedad. La reciente quiebra de Reyal Urbis ha dejado una deuda al Estado de 1300 millones de euros. A ellos se les permite la dación en pago, mientras que miles de ciudadanos sufren los desahucios y algunos se suicidan por la desesperación. La criminalidad y la injusticia se ocultan bajo la defensa de la legalidad.
    Paralelo al mensaje de culpabilización de la ciudadanía, se desarrolla un plan de privatización, que es básicamente un expolio de lo público para beneficio de los amigos del PP. Economía del goteo la llaman y, pese a los perjuicios iniciales, según sus defensores, genera beneficios a largo plazo. Somos las cobayas de un experimento con resultados desastrosos; simplemente hay que fijarse en Chile y Reino Unido, donde 1200 pacientes murieron en un hospital privatizado por falta de cuidados y en condiciones lamentables. Es la lucha de la democracia contra la economía neoliberal, de lo público contra los intereses privados, de lo común frente a lo excluyente.
   El dominio de la economía neoliberal es palpable: toda Europa, salvo contadas excepciones, está gobernada por partidos de derechas, que bajo la premisa del modelo de gobierno asiático ejemplificado en China, anteponen el crecimiento económico, aunque sea desigual, y el desarrollo, pese a que no es social ni colectivo, a cualquier precio. Sólo hay que escuchar a Rajoy para cerciorarse de que gobierna para empresas y entes económicos, no para ciudadanos.
    La democracia deliberativa estorba a los mercados económicos, su lentitud les exaspera; por ello los parlamentos tienen en la actualidad un papel figurativo. Es la teatralidad de la política, puro artificio. España es un vivo ejemplo de ello; la mayoría absoluta ha generado un sistema presidencialista en el que Rajoy ignora el parlamento y limita su control al mínimo, desvirtuando la democracia y acercándonos a una especie de despotismo ilustrado, en el que el presidente aparece prepotente y seguro de poseer la verdad y de hacer lo correcto. Se elimina el control parlamentario para evitar el desgaste al gobierno aunque ello lamine la democracia.
     Pese a todo, Rajoy es un simple peón que suele decidir no tomar decisiones. Muestra la segunda cara del poder, definida por Bachrach y Baratz, como la no adopción de decisiones. Un gobernante que se resigna a llevar a sus ciudadanos a la miseria a sabiendas, es un miserable.
Bajo el término reforma, que es cambiar para mejorar lo existente, se nos imponen recortes, empobrecimiento y exclusión, como la perpetrada contra los inmigrantes irregulares, en mi opinión la medida más inmoral de las tomadas por el gobierno.
    Tras el ruido mediático pasa desapercibido la imposición de un programa político de máximos que acabará por derruir el edificio -ya maltrecho por otra parte- de la Transición, que algunos consideraban intocable. La derecha aprovecha para hacer gerrymandering en las comunidades donde gobiernan; modifican el sistema electoral y las circunscripciones para asegurarse la reelección, cometiendo un fraude democrático de primera magnitud. La tesis doctoral del infame Camps trataba sobre la reorganización de las circunscripciones de la Comunidad de Valencia.
     La política se guía por el do ut es y carece de ética; los diputados son pillados jugando al apalabrados y son multados con 300 euros en vez de dimitir. La degeneración y la falta de ética son preocupantes.
Mientras tanto, la oposición y el partido socialista con Rubalcaba a la cabeza, se guia por el principio de la oligarquía de Michels: los líderes políticos están más cerca ideológicamente del oponente político que de sus afiliados.
     La corrupción existente ha agravado la judicalización de la política y la politización de la justicia. Todas las leyes están recurridas en el Tribunal Constitucional, que se ha convertido en campo de batalla partidista ante su papel decisivo sobre la legalidad o ilegalidad de las leyes. Los jueces sustituyen a los políticos. Y en ello gana la derecha nuevamente, pues la clase judicial se compone en su mayoría de jueces conservadores que imponen una justicia de clase, donde se masacra al pobre y se libera al rico. Los indultos gubernamentales son otra muestra de la medievalización de la justicia y la política, ya que se abusa del mismo para pagar favores políticos. La reciente reforma de la justicia llevada a cabo por el político más derrochador del país, ha consumado la justicia de clase; sólo se podrá acudir a ella cuando se tenga dinero.
     Las víctimas de esta tropelía somos todos, pero especialmente las mujeres. El gobierno actual es el que más está atacando a las mujeres y a sus derechos; ellas sufren en mayor medida, y por desgracia, el recorte a la dependencia; se va a limitar su derecho al aborto, eliminando una ley que lo equiparaba a la legislación europea; no se va a desarrollar la educación de cero a tres años, perjudicando la conciliación; se ha limitado el acceso a la función pública, donde la mujer tiene un nicho de trabajo relevante y se han incrementado las tasas de universidad, donde ellas son mayoría. Vivimos el gobierno que más castiga a la mujer de toda la democracia.
    Todas las medidas anteriores se vinculan a un cambio de modelo de bienestar; dejamos atrás un modelo corporativo europeo donde existen servicios universales como la sanidad y la educación, y pasamos a uno asistencial de tipo anglosajón, donde los ciudadanos asumen el coste de los servicios sociales y el Estado solo asiste a los que son de clase baja o de una determinada renta. La clase media huye de unos servicios cada vez más desbordados y peor dotados, y se quedan en ellos los que no pueden costearse servicios privados, los pobres. Así se cumple la idea de que "los servicios para pobres son pobres servicios".
     La sociedad resultante de la crisis se está configurando en estos momentos y se acerca a lo que desean los neoliberales; buscan una sociedad donde se fortalezcan las estructuras intermedias mediadoras (iglesias, asociaciones de barrio, plataformas, voluntariado, fundaciones, etc) que descargan al Estado de sus funciones asistenciales y permiten al ciudadano una participación reconfortante pero alejada de la política, el ámbito desde donde se puede cambiar la situación que le lleva a implicarse en una asociación o oenegé. La política puede eliminar lo que nos parece "inevitable" o "natural". No hay una tasa de desempleo o de pobreza natural. Todo ello es producto de decisiones políticas y económicas reversibles. Hay otras salidas, sin duda.
     La movilidad social, el ascenso de individuos de unas clases a otras o su descenso, marcan el futuro político de un país. España nunca se ha caracterizado por una movilidad ascendente importante; hay un cierre social de una clase alta que impide el ascenso de las otras a una serie de recursos y posibilidades de desarrollo. La tragedia social es que el cierre se fortalece y la movilidad descendente se generaliza en la clase media que pasa a ser baja. El futuro se vislumbra con una clase media meguante y empobrecida, lo que puede generar conflictos sociales y políticos de envergadura. El desafío del socialismo es recomponer la alianza entre las clases medias y trabajadoras, que a veces han optado por la derecha ante el mensaje confuso y la ideología difusa de la izquierda.
     La educación es otro de los problemas perpetuos del país. Se avecina una nueva ley educativa; vivimos la tragedia de ser gobernados por una mayoría de abogados, que tienen la costumbre de pensar que algo tan complejo como la educación puede mejorarse con una ley. Si una ley fuese la garantía de solución de un problema, España debería ser el mejor país del mundo pues es uno de los que tienen mayor regulación de la UE. La insistencia en las leyes como la panacea para todo muestra las limitaciones intelectuales de los políticos y la necesidad de tener entretenidos a la corte de abogados del ministerio de turno. Wert justifica la ley por el abandono escolar y lo pretende combatir con segregación, menos recursos, más religión, reválidas, y la eliminación de lo público.
     Lo que hay que preguntarse es, ¿por qué la misma ley que genera un 37% de abandono escolar es capaz, a su vez, de hacer posible la que, para todos, es la generación mejor formada de la historia del país? Habría que focalizar el problema y tratarlo sin afectar a lo que funciona. No aprendemos, la incompetencia es terca y persistente.
     Para cambiar la situación hay que participar; tenemos que hacerlo preferentemente en los partidos políticos, por el simple hecho de que tienen acceso al centro de poder, desde donde de pueden cambiar las políticas actuales y el futuro del país. Hay que recuperar el republicanismo, la revalorización de la participación pública como un elemento de desarrollo moral e intelectual del hombre.
    Como he dicho, la participación en estructuras intermedias mitiga el problema pero no lo elimina. Naturalizar la desigualdad llevará a una sociedad violenta, infeliz, miedosa y manipulable. Los partidos deben de ser el instrumento de cambio, pero nunca, jamás, deben de anteponerse a la democracia, que es lo que ocurre actualmente. Primero la democracia y después el partido.
     Los derechos que no se usan se pueden perder más fácilmente; hay que utilizar los derechos civiles para realizar los cambios en el sistema de partidos, en primer término, y de la economía y la sociedad, posteriormente. Se debería pasar de un sistema bipartidista a uno pluralista y proporcional, pues los países con este tipo de sistema gozan de un mayor bienestar y tienen menos desigualdad (Lipjhardt). Hay que asumir la responsabilidad que nos corresponde como ciudadanos y luchar por evitar lo que a día de hoy parace inevitable; un futuro de pobreza, desigualdad, frustración e inestabilidad. Ha vuelto la Historia, y de nosotros depende crearla en beneficio de todos o que otros la escriban con una sola mano.

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