jueves, 16 de octubre de 2008

LOS TESTAMENTOS TRAICIONADOS

La más que conocida infidelidad del mejor amigo de Kafka proporcionó a la historia de la literatura una nueva cumbre, un nuevo universo, un nuevo espacio narrativo para que el malogrado ser humano y su infamia tuvieran cabida. Sin embargo, a todos aquellos que leemos El Proceso o El Castillo, nos embarga un inevitable sentimiento de culpa: el de ser espectadores de una traición que nos abre las puertas de una intimidad cerrada al público; el de habitar en el último reducto de una dignidad ultrajada.
El tiempo, y sus rapsodas se encargarán de decidir cuándo nuestra obra está acabada; cuándo nuestra vida puede ofrecerse al público, cuándo a fin de cuentas, nos volveremos palabras e interpretaciones y desaparecerá la carne. Esta era la tesis de Kundera en el libro que sirve de título al presente artículo, sin embargo, la complejidad de las cosas ha convertido lo aparentemente negativo de su tesis en la piedra angular de la justicia con la que los que ahora configuramos el presente deseamos que se escriba la historia.
El dilema ético que supone la intromisión en la intimidad de los actos se vuelve del revés cuando lo que sale a la luz no son las ideas que reposaban en el cajón de algún viejo escritorio, o los íntimos diarios en los que dejamos constancia de aquello que fuimos y que solo nos contábamos a nosotros mismos, sino los huesos y su miseria última. Cuando lo que desaparece es nuestra ficción y el retrato que hicimos de nosotros y nos golpea la miseria de aquellos de nuestros actos que fueron o tuvieron consecuencias para el bien público, entonces la traición torna en brazo ejecutor de la ciega justicia.

La historia ofrece increíbles paradojas. En Kundera su traición se ha vuelto testamentaria de la cobardía y el miedo. El Instituto para el Estudio de los Regímenes Totalitarios, con sede en Praga, cuyo objetivo es estudiar los dos periodos históricos en los que el país centroeuropeo vivió bajo una dictadura, ha publicado recientemente que Kundera denunció en 1950 a la policía comunista a Miroslav Dvoracek, que como consecuencia, pasó 14 años condenado a trabajos forzados en una mina de uranio. El hombre no ha escapado por las palabras a su mancha (podríamos decir que no ha tenido tanta suerte como Ortega).
Hoy mismo el juez Garzón comenzará a actuar de oficio contra todos aquellos falangistas criminales que persiguieron y ejecutaron de forma ilegal a sus detractores políticos (el proceso comenzará con la pedida de la partida de defunción del general Franco, principal inculpado); porque los crímenes contra la dignidad no prescriben, porque quizá Max Brod sea culpable al dictamen de la amistad pero aquellos que sesgaron y arruinaron tantas vidas lo son a los ojos de la ley.
Nosotros que no necesitamos de la geometría, no alzamos la voz cuando el discurso se rompe y de repente se vuelve asimétrico, cuando la “transición española” pierde su aura de perfección, cuando la estabilidad se desintegra para dar paso a un nuevo consenso basado en la legítima justicia.
Somos deudores de los traidores de la carne, de los informadores de los hechos; la verdad es un Aleph: siempre refleja el mundo de nuevo para que los escritores volvamos a escribirlo; a algunos esta labor les desagrada, quizá se guarden de que alguien descubra que su pluma o su fortuna están manchadas de sangre

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