miércoles, 6 de agosto de 2008

EL REY QUE VINO DEL CIELO

“Somos seres energéticos” y nuestra energía procede de un ser superior. La explicación del complejo mundo y de los seres que en él habitamos esclarecidos por la mística de las palabras del gurú Dragan Dabic, a la postre una ficción hecha carne que ocultaba al malogrado carnicero Radovan Karadzic, padre legítimo del sesgo de millones de vidas humanas en la guerra serbo-bosnia. Como si de una paradójica metáfora se tratara, su caso ilumina el carácter inviolable del poder, aquello de lo que parece, no puede desprenderse cuando el público que lo soporta “mira el dedo cuando el sabio señala la luna”: su sacralidad.

Omar Hasan al Bashir, el genocida sudanés, se agarra a los mismos argumentos teológicos para salvar las apariencias ante un pueblo incapaz de comprender lo que le ocurre, inofensivo ante los acontecimientos. Cuando en Al Fasher, ante una multitud ávida de lider y exenta de memoria, arguye: “no nos postraremos ante nadie mas que ante Dios”, parece deducir de la calamidad, su carácter mediador, similar a aquel que el vicario de Cristo presumía poseer: el nexo de unión entre esa fuerza trascendente (la única capaz de establecer lo justo) y el resto de los mortales. Ese parece ser el tribunal que esperan algunos, el control que ceden al poder tiránico, el efecto infame de dejar la vida en manos de otro, de organizar el mundo en criaturas, dioses y héroes ufanos.

Algo parecido ocurre, salvando las diferencias, con el campeón Uribe. Una suerte de Aquiles iracundo capaz de hacer olvidar la corrupción y la ineficacia ofreciéndole al pueblo el logro militar esperado; estableciendo con él, un clientelismo de rememoraciones feudales: “yo elimino a vuestro enemigo; vosotros me juráis lealtad eterna y me concedéis poderes absolutos”. Quizá el Leonidas que necesita Colombia; quizá la enfermedad crónica de su democracia.

Es posible que la democracia adolezca ante las circunstancias; que su debilidad sea la conjunción de los hechos humanos y los hombres que lo administran; quizá la falta de una virtud pública, quizá sencillamente su imposibilidad ante la violencia.

Puede que sea verdad que el pueblo se vuelva inoperante cuando la situación es conflictiva y prefiera un Napoleón que les de sentido o un Mesías que les de salvación o castigo, antes que un Madison que les pinte la realidad con su crudo color. Decía Russell que cuando los filósofos no pueden incidir en el poder inventan religiones; decía Madison que jamás nos pondremos de acuerdo y que ese debe ser el principio de gobierno.

Alguien debería decirle al mundo y al pueblo expectante que ambos llevan razón. Hacerles olvidar la magia de aquellos que unidireccionan sus vidas, desenmascarar cualquier atisbo teológico-trascendente o heroico-tiránico que amenace su democracia; y acercarlos al laberinto que supone ser ciudadano y vivir en democracia; destacarles que esa es su única savia.

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